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lunes, 8 de julio de 2013

LA TESIS LAFFER

Las dos lecciones de la Curva de Laffer

La tesis del exasesor de Reagan divide al PP entre dos doctrinas y reabre el debate sobre estrategias tributarias

07.07.2013 | 00:00






La Curva de Laffer ha vuelto a la controversia  económica y al debate político. Arthur Laffer fue el economista estadounidense que en 1980 cautivó al presidente Ronald Reagan cuando sobre una servilleta de papel garabateó una gráfica según la cual, y a partir de un determinado nivel de tipos impositivos, la recaudación tributaria no crece, sino que desciende, a medida que aumentan los gravámenes de los impuestos. La tesis de Laffer fue asumida por las corrientes neoliberales a partir de los años 80 y también por las reformulaciones teóricas y pragmáticas de la socialdemocracia ante el empuje arrollador de las tesis conservadoras entre 1979 y 2008.


Las críticas lanzadas por los dirigentes del PP Esperanza Aguirre el 1 de mayo, José María Aznar veinte días después y de nuevo este martes la fundación FAES contra las 37 subidas de impuestos que -en contra de todos sus discursos y promesas precedentes- aprobó su correligionario Mariano Rajoy en solo año y medio de Gobierno han reabierto el debate sobre cuál es la estrategia tributaria más acorde con las circunstancias económicas del país.


Los epígonos de Laffer, y con frecuencia él mismo, se quedan siempre sólo con la mitad de la propuesta del economista estadounidense. La tesis dice que a partir de un nivel dado de tasa impositiva, todo aumento adicional de impuestos no recauda más, sino menos, porque drena recursos a la iniciativa privada, deprime más la economía, hace caer la actividad y reduce las bases imponibles de los impuestos.


De ello se deduce que, a la inversa, toda rebaja impositiva, en tanto que libera recursos en manos de empresas y familias, incentiva la inversión, el consumo y el ahorro, y, en consecuencia, la actividad económica, lo que a la postre conduce a una mayor recaudación fiscal.


Pero Laffer no trazó sobre la servilleta un recta diagonal y descendente -lo que se correspondería con la creencia de que toda rebaja de impuestos acrecienta la recaudación del fisco, y todo aumento, su minoración-, sino que dibujó una curva que se puede representar en forma de "U" invertida. De modo que, según la propia tesis de Laffer, la recaudación también cae cuando se reducen los impuestos por debajo del punto óptimo, que es aquél en el que se obtiene el máximo rendimiento con el menor esfuerzo. O, como dijo Jean Baptiste Colbert, ministro de Finanzas de Luis XIV, aquel en el que es posible "desplumar al ganso consiguiendo la mayor cantidad de plumas con el menor número de graznidos".


Ésta es la otra enseñanza de la teoría de Laffer. La que nunca se menciona. Los ingresos del Estado se reducen a medida que nos alejamos del punto óptimo, sea en un sentido o en el contrario. Es más, se suele hablar de "zona prohibida" de la curva para referirse sólo a la caída de recaudación inducida por un aumento impositivo por encima de un determinado nivel de esfuerzo fiscal, pero no se censura con el mismo empeño ese mismo efecto de merma recaudatoria cuando se origina por la política inversa mediante la reducción de tipos o la supresión de figuras fiscales.


Que a partir de una determinada reducción impositiva, todo descenso adicional de impuestos no genera más recaudación sino menos concuerda con la evidencia empírica de que si los tributos se redujesen a cero, la recaudación tributaria también caería a cero. De aquí que sea deseable que los defensores de las rebajas tributarias permanentes determinen dónde establecen el suelo y el punto de llegada para saber de qué se está discutiendo. Prometer rebajas infinitas y continuas es vacuo. Benjamin Franklin ya dijo en 1789 que "sólo hay dos cosas seguras: la muerte y los impuestos".


Determinar dónde está en cada momento, y según las circunstancias y rasgos específicos de cada economía, el nivel neutral ya sea de la política monetaria o de la fiscal -aquel que permite maximizar los rendimientos con la menor imposición y los menores efectos secundarios posibles- es una tarea ardua y compleja, como bien saben los banqueros centrales, y en ocasiones roza más el arte que la ciencia.


Tampoco existe plena certeza del efecto de estímulo de la política tributaria, del mismo modo que no la hay en el caso de los recortes de los tipos de interés, como se ha visto en esta crisis, en la que tasas oficiales cercanas a cero no han revertido aún la situación. Ambas medidas pueden ser condición necesaria pero no suficiente. "No toda bajada de impuestos reanima la economía", dijo en 2009 en Oviedo Rodrigo Rato, el padre de las rebajas fiscales en los Gobiernos de Aznar.


Los impuestos tienden a comportarse igual que los precios. Todo tendero sabe que bajándolos podría aumentar ventas e incrementar sus ganancias pero nunca podrá tener de antemano la certeza plena de que eso vaya a ocurrir ni con qué intensidad. Por el contrario, sí tiene constancia de que existe un umbral por debajo del cual todo abaratamiento adicional le generará pérdidas.


En ocasiones, ni tan siquiera los precios actúan sobre la economía como dictan la teoría y el sentido común. Y esto mismo puede ocurrir con los impuestos. En la época de Pepín Fernández, Galerías Preciados no fue capaz de vender ni un solo metro de una partida de tela escocesa por más que abarató su precio y saldó el producto, pero agotó las existencias cuando uno de sus directivos decidió volver a colocarlo en la sección de novedades a un precio prohibitivo.


La teoría de bajar impuestos para recaudar más ha funcionado a veces y ha fracasado otras. Reagan, su impulsor en 1980, triplicó el déficit fiscal de EE UU. Y los estudios del Banco de Noruega, el Banco de Basilea y el FMI son coincidentes en que la deuda pública cayó en las economías avanzadas entre 1945 y 1980 y en que se disparó con el neoliberalismo a partir de 1980 hasta alcanzar niveles récord ya antes de la crisis de 2008. El catedrático Victoriano Martín acaba de recordar estos días que el ministro español de Hacienda Laureano Figuerola también fracasó en 1868 cuando intentó recaudar más cobrando menos.


Aznar postula que la fórmula funcionó a partir de su llegada al Gobierno en 1996, pero el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro -que también lo fue con Aznar- le replicó que las rebajas fiscales se postergaron hasta 1998, una vez enderezada la economía. En realidad, la economía española llevaba creciendo desde 1994 y cuando la economía crece -que es lo que ahora no ocurre- casi todo funciona. A marea llena, todos los barcos flotan.


Recaudar más, incluso bajando impuestos, es muy factible en medio de una etapa de prosperidad internacional y con una economía nacional sobrecalentada y especulativa. Pero no es tan evidente para el supuesto contrario, y más cuando las empresas y las familias están tan endeudadas como las españolas, en cuyo caso es previsible que el aumento de renta disponible que les permitiese una rebaja fiscal no la dirigiría de forma preferente al aumento del consumo y la inversión sino a reducir débitos.


Todo ello lo confirma la experiencia de que mientras las políticas contractivas (tanto tributarias como monetarias) tienen los efectos esperados porque son coactivas, las medidas expansivas quedan siempre al albur de lo que hagan los agentes económicos, que pueden reaccionar o no al estímulo en la forma pretendida porque para ellos son optativas.


De hecho, hasta 2010-2011 España mantuvo niveles bajos de impuestos en términos comparados y fue el decimoséptimo país de la UE por ingresos fiscales en relación su riqueza, con una recaudación de 8 puntos de PIB (80.000 millones de euros) por debajo de la media europea.


En parte esto se ha atribuido a la evasión fiscal. Y el fraude se suele vincular a tipos tributarios elevados. De aquí también se deduce que menores impuestos generarían mayor recaudación. Pero la experiencia no indica eso porque existen factores culturales que lo mediatizan. Los países nórdicos, con tradición de impuestos elevados, evaden menos que los meridionales, con impuestos menores. Un liberal, el dirigente empresarial José Antonio Segurado, lo admitió hace varias semanas: "En España hay poca cultura de pagar impuestos. Es raro ir a una cena y que no te llamen tonto por tributar".


Pero es evidente que, como aseguran Aguirre, Aznar y FAES, subir impuestos, y con la intensidad y abundancia con que se ha hecho en el último año medio, tiene efectos depresivos en plena recesión. El PP (Rajoy, Montoro, Cospedal y otros dirigentes del partido) habían proclamado antes de llegar al Gobierno que "nunca se salió de una crisis sin bajar impuestos".


El problema reside en la anemia del Estado por el derrumbe de sus ingresos desde 2008 y el aumento disparatado de los gastos en cobertura de desempleo, intereses de la deuda por la crisis de las primas de riesgo, rescate de la banca a causa de la elevadísima deuda privada y últimamente el déficit de la Seguridad Social por la caída de cotizantes. Aunque España aún tiene un gasto público 10 puntos de PIB inferior a la media de la UE y un tamaño del sector estatal inferior al de los países comparables -lo acaba de reconocer en junio, por vez primera, el Gobierno del PP-, su déficit se ha disparado.


El origen está en una equivocada política tributaria del PP y del PSOE en los años del crecimiento, cuando, sin ninguna necesidad, se redujeron y suprimieron impuestos, lo que, además de mermar la capacidad recaudatoria, incentivó la burbuja cuyo estallido nos llevó por delante.

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